Hasta hace cinco años, los vecinos del parque de La Palmera (Sant Martí, Barcelona) enfrentaban un problema grave de convivencia. Las familias con perros no tenían espacios para que estos pudiesen pasear y ejercitarse; los padres se quejaban de que la zona infantil estaba constantemente asediada por canes sueltos, que correteaban y, a menudo, habían llevado a numerosas discusiones en un barrio con escasas zonas verdes.
La "guerra de perros y niños" como han titulado algunos medios, ha saltado a muchas otras zonas de una ciudad donde viven tantos perros (170.000) como niños de 0 a 12 años (171.800). El último episodio se ha dado en el Parc de la Estació del Nord, donde existe un "pequeño" pipicán (que, irónicamente, es el más grande de la ciudad), pero los perros siguen ocupando gran parte del espacio público.
Falta espacio público
En todos los parques de la ciudad condal, el primer grupo defiende su derecho a pasear a sus animales, e incluso a dejarles libertad, siempre que no sean perros peligrosos, amparados en la falta de zonas; a su vez, el segundo grupo se queja de la falta de higiene y seguridad.
En cualquier caso, más allá de los habituales planteamientos que se defienden: perros bien educados, medidas de higiene (bolsas para recoger excrementos) y seguridad, correas, obediencia, seguimiento de la normativa... así como la creación de espacios específicos, todo indica que la gestión pública cojea.
Para muestra, el mayor espacio cercado para perros de Barcelona está en el parque del conflicto: 1.400 m2, un espacio que, a todas luces, nos chiva varias cosas. La primera, la predisposición de las ciudades para empezar a construir nuevas zonas; la segunda, la falta de visión y conocimientos, o la carencia de espacio público para reconvertir. En cualquier caso, en horas puntas, un servidor ha podido contar más de un centenar de perros por la zona, que deberán compartir 0,1 hectáreas en un recinto cerrado. Parece poco factible.
Esto ya ha ocurrido antes
En la Plaza de la Palmera, donde entre 2018 y 2019, estuve ayudando y asesorando a los equipos de integración social del Ajuntament de Barcelona a través de la asociación con la que colaboraba en esa época, tuvimos que gestionar el mismo problema.
Las familias con perros debían valorar una tenencia más responsable (una mínima obediencia para controlar al perro, por ejemplo, y una correcta limpieza del espacio), mientras que el resto de las familias, debían asumir que los perros y sus guías tenían el mismo derecho a utilizar el espacio público (a excepción de las zonas restringidas para niños).
La queja principal era la falta de espacios en el barrio. La zona más cercana donde poder liberar un rato o pasear con correa larga a los perros se encontraba a 15 o 20 minutos a pie. Hoy, es una de las zonas habilitadas de uso compartido.
Se discrimina a los perros, dice Espai Gos
Todo ello, es lo que critica la plataforma Espai Gos Barcelona, quienes denuncian una discriminación constante, y reclaman al ayuntamiento mejoras continuas y una inclusión activa.
Y lo cierto es que las cifras, están de su lado: mientras que los niños de la ciudad disponen de más de 800 parques, y un sinfín de hectáreas más de espacio (resultaría complejo recoger cuántas, pero resulta evidente), los perros, incluso con las últimas mejoras previstas, en la ciudad, no alcanzarían ni una cuarta parte de esas cifras.
De este modo, el espacio público —pagado y mantenido por todos—, debería buscar una satisfacción general, sobre todo, teniendo en cuenta la población perros y niños en las familias. Puede, además, que estos números nos estén avisando de otros cambios de los que ya hemos oído hablar (precariedad, envejecimiento de la población y un largo etcétera), pero lo que aquí interesa, el germen del conflicto, parece estar cerca.
La zona cero del nuevo-viejo conflicto
Los vecinos del Fort Pienc, dice la noticia de La Vanguardia, se han apropiado del parque de la estación del Norte. Pueden verse allí vecinos, turistas, residentes de otros barrios e incluso paseadores de mascotas, lo que denuncian muchos de los transeúntes que no conviven con perros.
Frente a las críticas de unos y otros, además de la zona vallada (el parque para perros), la alcaldesa Ada Colau estableció una zona de uso compartido de emergencia en el parque: falta por ver si es solución, pero el ayuntamiento se ha mostrado satisfecho por el uso de ambas zonas y cómo la autorización de espacios ha ayudado a calmar, según consideran, los ánimos.
Es una cuestión de espacio, recogen la mayoría de los medios, y toca ver qué hacemos con las limitaciones propias de una ciudad sitiada por mar y montaña, y edificada en su mayoría. A partir del verano, se espera que las nuevas zonas compartidas humano-animal sigan estableciendo el nuevo modelo de ciudad que se busca: obligará a las familias con perros a una tenencia responsable y al resto de vecinos a una mayor flexibilidad.
El perro llegó a las ciudades para quedarse, falta ver si, en las condiciones actuales, su población puede seguir creciendo sin conflictos. ¿Y puede generalizarse el conflicto al resto de ciudades españolas? Dependerá del tamaño, las zonas verdes y los espacios sin edificar, de cómo funcionen los espacios de uso compartido y otros muchos aspectos. Lo que está claro es que, vistas las previsiones, si no es país para perros, habrá que hacerlo: empezando por las ciudades.